
La caída en la tasa de natalidad es un tema de agenda a nivel mundial desde hace varios años. En 2020 la prestigiosa revista científica The Lancet publicaba un estudio, realizado por investigadores del Instituto de Métricas y Evaluaciones de Salud (IHME) de la Universidad de Washington, que afirmó que el derrumbe en los índices de nacimientos podría generar la reducción de las poblaciones de todos los países para fines de siglo e incluso una reducción del 50% de habitantes para 23 países, entre los que se encuentran España, Italia, Portugal, Corea del Sur o Japón.
La disminución significativa en los nacimientos a nivel global es uno de los mayores desafíos que enfrentan los gobiernos y organismos internacionales para sostener el crecimiento y desarrollo en medio de una crisis que combina una fuerza laboral en contracción, poblaciones envejecidas, una juventud atravesada por problemáticas ambientales y de salud mental, y un momento histórico donde prima la retirada del Estado de dimensiones vertebrales como la seguridad social, la salud y los cuidados. Esto ha llevado a algunos países a poner en marcha planes específicos para tratar de revertir la situación teniendo en cuenta el impacto que puede generar en las sociedades y en los sistemas laboral, previsional, sanitario, y de cuidados. Pero además el de la natalidad constituye un desafío sociocultural urgente a resolver en vista de que una comunidad sin infancias no tiene futuro.
Argentina es parte de este fenómeno mundial que comenzó a nivel local en la década del 70 y que se ha potenciado en los últimos 20 años. Esta semana se conoció un informe del Observatorio del Desarrollo Humano y la Vulnerabilidad del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral (UA) que advirtió que por año nacen en nuestro país 260 mil bebés menos que hace una década. Los resultados, que surgen de los datos del último censo, estadísticas oficiales del Ministerio de Salud de la Nación y distintos relevamientos sobre la percepción social de la maternidad, son contundentes: mientras en 2001 se estimaban 2,1 hijos por mujer, en 2022 la cifra se redujo a 1,4 hijos. Esto significa una tasa de natalidad inferior a los niveles de reemplazo poblacional, es decir la tasa necesaria para mantener estable la población a lo largo del tiempo.
Si bien se trata de un tema complejo y multidimensional que no debe tomarse a la ligera, en el marco de una coyuntura actual dada por el extremismo de la alianza libertaria gobernante, se trató de instalar en la agenda una mirada reduccionista que apuntó principalmente contra los avances logrados por los feminismos y lo que el presidente Milei suele señalar peyorativamente como “Marxismo cultural”. Agustín Romo, el diputado libertario de la Provincia de Buenos Aires, compartió un gráfico en sus redes sociales donde se ve el movimiento de la tasa entre 2005 y 2022, y expresó: “Si quieren ver por qué en todos los países occidentales, ricos y pobres, cayó la tasa de natalidad, yo empezaría por la Agenda 2030, cuyo principal objetivo es reducir la población mundial. Dicho por ellos". Pareciera, desde esta mirada, que el mundo de la reproducción y los hijos le perteneciera naturalmente a las mujeres y personas gestantes, y no estuviera vinculado a un orden social y relaciones de poder asimiladas.
Para comprender en profundidad lo que está sucediendo hace falta un análisis factorial que tenga en cuenta los diferentes procesos que atraviesan las sociedades, en general y en particular, teniendo en cuenta que en los últimos años coincidieron dos grandes tendencias: avances positivos en materia de equidad e inclusión social, como las conquistas de derechos y espacios desde los feminismos y movimientos de mujeres, y el sostenimiento de políticas de Estado en materia de derechos sexuales y reproductivos; y al mismo tiempo aspectos negativos con consecuencias regresivas producto de la sucesión de crisis económicas, institucionales, sanitarias y sociales que han afectado, sobre todo, las condiciones materiales y las percepciones vitales de las generaciones en edad reproductiva.
Lo que observamos a grandes rasgos en todo el globo es un fuerte cambio cultural en las generaciones más jóvenes que se alejan de costumbres, instituciones y tradiciones como el matrimonio, la familia y los hijos, deconstruyendo las normas con las que crecieron, para priorizar otro tipo de proyectos vitales y objetivos como una carrera profesional, el bienestar económico, la tranquilidad o incluso un nuevo concepto de libertad vinculado a dedicar más tiempo y dinero para uno mismo.
Muchas de esas transformaciones son protagonizadas mayormente por mujeres y personas gestantes, históricamente relegadas a las tareas reproductivas y de cuidado, quienes durante las últimas décadas han conquistado espacios y derechos por fuera del ámbito privado, acceden a mayores niveles educativos, y han impulsado cambios en el rol que ocupan dentro de las estructuras familiares. De alguna manera el fenómeno de caída en la tasa de fecundidad significa una historia de éxito sociopolítico, ya que la maternidad ha dejado de ser un mandato o destino ineludible para convertirse en un deseo y una elección más entre muchas opciones y experiencias biográficas posibles.
En la arena local fue clave, en este sentido, el sostenimiento de políticas activas del Estado que acompañaron dichas mutaciones socioculturales, como el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable (PNSSyPR), que estableció la garantía del acceso universal y gratuito a métodos anticonceptivos; la Ley N° 26.150 que garantiza el derecho de niñas, niños y adolescentes a recibir Educación Sexual Integral y crea el Programa Nacional de ESI; el derecho al acceso a la interrupción voluntaria y legal del embarazo (IVE/ILE); la Ley 27.611 de “Atención y Cuidado Integral de la Salud durante el Embarazo y la Primera Infancia”, conocida como Ley 1000 días; o el Plan de Prevención del Embarazo No Intencional (ENIA), creado en 2017, que redujo los embarazos adolescentes en un 50%, y fue recientemente desfinanciado por la gestión libertaria.
Paradójicamente, frente a los múltiples avances en materia de políticas públicas y acceso a derechos sexuales y reproductivos, se contrapone la realidad concreta del espacio público y económico, y un mercado laboral que se resiste a los cambios para seguir reproduciendo dinámicas patriarcales tradicionales. En nuestro país las mujeres son las más expuestas a la informalidad laboral, los rubros no calificados, y los trabajos peor remunerados como el servicio doméstico (97% mujeres), cuidado sociocomunitario (80% mujeres), la economía popular (58% mujeres), comercio, y sectores como salud y educación. Esto ha provocado, por ejemplo, que casi el 90% de las mujeres llegue a la edad jubilatoria sin los 30 años de aportes necesarios.
En el mismo sentido la brecha de género salarial, es decir la diferencia entre los ingresos de los hombres y de las mujeres, siempre está entre el 25 y 28%, a pesar de que cada vez más mujeres se forman académicamente, terminan en mayor proporción la secundaria y la universidad, y trabajan igual o más cantidad de horas para potenciar sus carreras profesionales. La normalización de los ingresos más bajos es uno de los elementos centrales del famoso “Techo de cristal”, concepto que hace referencia a las normas invisibles, no escritas pero operativas, al interior de las organizaciones y lugares de trabajo, que dificultan a las mujeres el crecimiento profesional, el acceso a las mesas de decisión política, y la acumulación de poder para transformar sus condiciones materiales. Por algo en el mundo son una ínfima minoría las mujeres jefas, propietarias, presidentas, CEO’s, dueñas de tierras, o banqueras.
Pero la brecha de género no se limita al mundo de lo laboral. En pleno siglo XXI persiste al interior de los hogares donde se produce una desigual distribución de las tareas de crianza y cuidado. Según los resultados de la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) las mujeres dedican en promedio 6 horas y media por día a estas tareas, frente a los varones que sólo dedican 3 horas y media. Y encima en el caso de los hogares monoparentales, según información del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), el 85% está a cargo de una mujer y solo 1 de 4 madres que no conviven con el otro progenitor perciben la cuota alimentaria.
Estas situaciones limitan los recursos de las mujeres, condicionan su autonomía económica y posibilidades de desarrollo personal y profesional. Son justamente esas inequidades aún presentes las que muchas veces alejan de la maternidad a las mujeres quienes buscan evitar la interrupción de su carrera profesional, o deciden retrasarla a edades más avanzadas, principalmente entre los 25 y 34 años, lo que reduce el número total de embarazos a lo largo de su vida. No será posible jamás disminuir la brecha entre los géneros y subir la tasa de natalidad mientras se sigue reproduciendo un mercado económico inhumano, y dinámicas laborales y profesionales incompatibles con la maternidad.
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